domingo, 24 de abril de 2011

La mañana de mona.

Domingo de Pascua. El sol ha decidido no celebrarlo. Se habrá vuelto ateo por estos lares, visto lo visto. El día se despereza lento, entre festivos, sin ninguna necesidad de correr hacía ninguna parte. Yo me despierto en el estado perfecto del ser humano. Domingo por la mañana sin nada que hacer y el mundo por delante.

Tal día como hoy, el año pasado me despertaba en TriBeCa y emprendía mi inmersión en la 5ª Avenida y Central Park. Museos maravillosos, mañana soleada, la ciudad por excelencia un domingo de Pascua. En New York la gente lo celebra haciendo un improvisado desfile de sombreros creativos inspirados en conejos, huevos de Pascua, monumentos de la ciudad y mucho humor blanco. Todo son sonrisas y Fair Play alrededor de la Catedral de San Patricio y el Rockefeller Center. Al fondo Central Park te espera, abierto al cielo entre rascacielos, para parar el tiempo con un libro, unas fresas o un Hot Dog. Todo es tan diferente a nuestra tradición.

Yo aún recuerdo mis Domingos de Mona, cuando era pequeño. En el Castillo de Santa Barbara, entre pinos y combas. Juegos infantiles y Tenis nuevos. Aquellas Tortola Azules que me iniciaron en el culto a las Converse. Sonido de huevos duros que se quiebran por sorpresa en una frente despistada. Nos bastaba con una cuerda, una goma, un pañuelo y poco más para pasar tardes infinitas de diversión.

A día de hoy, me resulta extraño que no haya parques de bolas infantiles que no organizen Domingos de Pascua con Monas envasadas y liofilizadas, juegos de ordenador, estúpidas mascotas de gomaespuma sucias y roidas y merienda con copas sobre menú para los adultos. Estos últimos tendrían su espacio para poder liberarse de sus pequeños diablos, una vez más.


¿En qué momento se ha perdido ese momento de parar el mundo, ponerte las zapatillas y unos vaqueros viejos y disfrutar de nosotros mismos, los nuestros y de lo nuestro? Sería necesario volver a ser capazes de disfrutar de nuestra tierra, nuestras tradiciones sin ninguna intencionalidad de reivindicar la diferencia pero sí de disfrutar de la singularidad, integrando al que no la reconoce como suya.

A veces somos tan modernos, o pretendemos serlo, que renunciamos, en un extraño ritual de limpieza de armarios, a todo aquello que luego conforma nuestra línea vital, aquello que nos une generación tras generación. Las tradiciones no son un lastre si no una seña identitaría. Últimamente sólo nos empeñamos en conservar aquellas que vienen patrocinadas por los centros comerciales o hábitos consumistas.¿O acaso el Día de Sant Jordi es una tradición nuestra? Me parece licito adoptar otras tradiciones y costumbres, sobre todo si estas consiguen que alguien porque sí, te regale un libro y una flor. Pero también es importante cultivar la relación de nuestros vastagos con su Medio Ambiente y su tradición, la relación intergeneracional y nuestra gastronomía, no envasada a poder ser.

Desde aquí, sin renunciar un ápice a mis paseos por Central Park, o el SoHo de Londres, reinvindico, en días como hoy, despertar a la familia con el olor a canela de unas torrijas o enseñar absurdas, pero divertidas, canciones para acompañar los saltos a la comba, entre un magro con tomate y una Mona de Pascua con forma de cocodrilo. Y a poder ser, regalada por el padrino.

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