Sentado, en el helado banco de varillas aceradas de la estación, veo el continuo devenir de las dos escaleras simétricas. El espacio es una geométrica estancia de depuradas proporciones. Parece doblada por su eje y calcada en el lado opuesto. El frío invade todo, al igual que la luz. La gente transita, como en esos vídeos de japoneses en los que imitan a las hormigas. Mientras, todo se tiñe del sonido letánico de las escaleras metálicas.
Un minuto me ha separado de mi tren, condenándome a la espera fría y observante. Siempre se pierde los transportes por minúsculas porciones de tiempo. Nadie pierde un tren por tres cuartos de hora. En esta ocasión se ha debido a la minuciosa operación de cirugía relojera a la que una agradable señorita ha sometido, voluntariamente, a mi Swatch. Sólo le pedí cambiarme la pila. Tras quince minutos hurgándolo comienzo a pensar que ha grabado un retrato de su madre, con su diminuto destornillador de precisión suiza, en la carcasa de mi reloj. Me ha cobrado la pila y el retrato, sin lugar a duda. Creo que he colaborado a sacar de la crisis al pequeño comercio.
Mientras las varillas del banco congelan mis glúteos analizo la población flotante de esta estación termino de un tranvía con anhelos de metro. No es toda la que me gustaría. La escasa frecuencia de las líneas no permiten un tráfico endiablado de almas por la misma, muy a mi pesar. Gente que observa la vida pasar, con la mirada perdida en ninguna parte. Gente de todas las edades, de todas las clases, deambulan continuamente por este contenedor subterráneo, comunicado trasversalmente por esas orugas plateadas de letanía sonora. Llegan y se van. Esperan, se suben a un tranvía sigue la vida, su vida.
¿Qué acontece en esas vidas privadas que transitan y esperan? Esas que pierden la mirada en ninguna parte mientras se abstraen en sonido constante que penetra en el subsuelo de la vida real al aire libre, como si de un mundo paralelo se tratase. Observo cada uno de estos universos personales. Me detengo en alguno de ellos, quedando mi mirada prendida en la textura de un abrigo tres cuartos de color indefinido. Reposo, otro rato, intentando descubrir la lectura que absorbe a mi compañero de banco. Revoloteo coleccionando retales de tiempo perdidos en la espera de esta luminosa caja blanca casi simétrica. Pego suposiciones sobre sus destinos en un cuaderno imaginario que siempre llevo en el bolsillo derecho de mis pantalones.
Los trenes llegan y salen. La gente sube y baja sin reparar en este universo casi congelado por el que atraviesan a cierta velocidad y con la mirada anclada en el ranurado metal de los peldaños. La vida viene y se va, mientras la observas pasar como analgésico de la tediosa espera. Miles de vidas que se acompañan o se cruzan en la extenuante rutina de las escaleras mecánicas mientras unas miran al cielo, otras a la escalera contraria y otras al suelo. Todo menos mirarse a uno mismo en esta parada del tiempo en el camino. La vida en esta caja de luz subterránea no deja de ser una partícula diminuta y ralentizada de nuestra propia existencia diaria.
La mirada diferente de una vida real, con una dosís de acidez justa para dejar una sonrisa en el lector. Como el vinagre resalta el punto dulce de las fresas.
lunes, 13 de febrero de 2012
lunes, 30 de enero de 2012
Me gusta andar solo por la calle Piamonte
El frío es constante y generoso, pero no se cala en los huesos. Para alguien como yo, esto es de agradecer. La noche se ha descolgado sobre esta ciudad que nunca duerme sin avisar. Cruzo las calles con un paso firme pero relajado. No es un paso triste ni de retirada. Más bien me gusta sentir en las suelas de mis Converse cada centímetro de esta urbe prodigiosa que cada día me cautiva más y más.
Es difícil de describir esa sensación de no sentirte extraño en una ciudad que no es la tuya, pero la respiro por cada poro de mi piel. Es ese halo que envuelve a todo el que transita por la Gran Vía. Nadie es madrileño, todos somos madrileños. Es casi imposible sentirte incomodo en un sitio donde todo te suena como propio, donde todo es un descubrimiento.
Mientras corto la noche con mis piernas negro terciopelo, pienso en como la estarán cortando también cientos de piernas, miles, en otros puntos de esta compleja geografía urbana. Cuantos son los pensamientos que se cruzan, como los mios, en este cielo azul noche, que aspirando a ser negro intenso, sólo destila reflejos color petróleo. Seguramente, algunos de ellos, sobrevuelan las buhardillas de la zona de los Austrias, reposando en los aleros de las nobles casas del barrio de Justicia. A veces se quedan flotando, entre las nubes bajas de las chimeneas, enganchados a los aconteceres callejeros de Chueca o Malasaña. Otros se visten de paño oscuro para segar la soledad por las calles del de Salamanca.
Supongo que esta fascinación la genera el acudir a ella como escape y no como residencia y proyecto de futuro. Opción, esta, que albergo en mi deseo poder desarrollar en breve. Pero no he de negar que me genera cierta ansiedad no ver los plazos ciertos. Me desconcierta tener la sensación de acariciarla con las yemas de los dedos y nunca llegar a atraparla. Aun así, ando sereno y firme sobre sus calles frías de azul petróleo.
Enero nunca deja de sorprenderme en esta ciudad. Bajo la fina lluvia susurrante de la música del Diurno han comenzado y terminado tantas cosas en mi vida en los últimos años, que podría decir que a mi corazón le duele más su ausencia que las de los rincones donde me crié. He transcrito dolores y penas, ilusiones y nostalgias en ese banco del fondo, donde la luz entra de soslayo, y la vida pasa tranquila e imperceptible. Mientras disfrutaba de una ensalada de pasta y feta y alguna otra delicia take away, ponía negro sobre blanco en mi Ipad la vida tal y como yo la digería.
Sigo haciéndolo cada vez que recalo en este puerto sin mar donde se cruzan todas nuestras buscas de Ítaca particulares. Me gusta ser anonimamente yo entre este entramado de calles, entre esta marabunta de seres anónimos que parezco conocer de toda la vida. Me siento bien después de tanto errar por los mismos caminos en forma de laberinto desde la lejana niñez. No sé si será mi destino, pero sé que es el puerto que buscaba, desoyendo cantos de sirenas y proclamas conservadoras en mi propio beneficio.
El frío es constante y generoso, pero no se cala en los huesos. Para alguien como yo, esto es de agradecer. La noche se ha descolgado sobre esta ciudad que nunca duerme sin avisar. Cruzo las calles con un paso firme pero relajado. Me gusta andar solo por las calles de Madrid.
Es difícil de describir esa sensación de no sentirte extraño en una ciudad que no es la tuya, pero la respiro por cada poro de mi piel. Es ese halo que envuelve a todo el que transita por la Gran Vía. Nadie es madrileño, todos somos madrileños. Es casi imposible sentirte incomodo en un sitio donde todo te suena como propio, donde todo es un descubrimiento.
Mientras corto la noche con mis piernas negro terciopelo, pienso en como la estarán cortando también cientos de piernas, miles, en otros puntos de esta compleja geografía urbana. Cuantos son los pensamientos que se cruzan, como los mios, en este cielo azul noche, que aspirando a ser negro intenso, sólo destila reflejos color petróleo. Seguramente, algunos de ellos, sobrevuelan las buhardillas de la zona de los Austrias, reposando en los aleros de las nobles casas del barrio de Justicia. A veces se quedan flotando, entre las nubes bajas de las chimeneas, enganchados a los aconteceres callejeros de Chueca o Malasaña. Otros se visten de paño oscuro para segar la soledad por las calles del de Salamanca.
Supongo que esta fascinación la genera el acudir a ella como escape y no como residencia y proyecto de futuro. Opción, esta, que albergo en mi deseo poder desarrollar en breve. Pero no he de negar que me genera cierta ansiedad no ver los plazos ciertos. Me desconcierta tener la sensación de acariciarla con las yemas de los dedos y nunca llegar a atraparla. Aun así, ando sereno y firme sobre sus calles frías de azul petróleo.
Enero nunca deja de sorprenderme en esta ciudad. Bajo la fina lluvia susurrante de la música del Diurno han comenzado y terminado tantas cosas en mi vida en los últimos años, que podría decir que a mi corazón le duele más su ausencia que las de los rincones donde me crié. He transcrito dolores y penas, ilusiones y nostalgias en ese banco del fondo, donde la luz entra de soslayo, y la vida pasa tranquila e imperceptible. Mientras disfrutaba de una ensalada de pasta y feta y alguna otra delicia take away, ponía negro sobre blanco en mi Ipad la vida tal y como yo la digería.
Sigo haciéndolo cada vez que recalo en este puerto sin mar donde se cruzan todas nuestras buscas de Ítaca particulares. Me gusta ser anonimamente yo entre este entramado de calles, entre esta marabunta de seres anónimos que parezco conocer de toda la vida. Me siento bien después de tanto errar por los mismos caminos en forma de laberinto desde la lejana niñez. No sé si será mi destino, pero sé que es el puerto que buscaba, desoyendo cantos de sirenas y proclamas conservadoras en mi propio beneficio.
El frío es constante y generoso, pero no se cala en los huesos. Para alguien como yo, esto es de agradecer. La noche se ha descolgado sobre esta ciudad que nunca duerme sin avisar. Cruzo las calles con un paso firme pero relajado. Me gusta andar solo por las calles de Madrid.
lunes, 9 de enero de 2012
Maldito lunes, maldito año
Aunque que tenga que reconocer la gran carga de atractivo personal que destila Carles Francino para mí, los lunes por la mañana me resulta un ser totalmente despreciable.
Cuando se dispara automaticamente la radio y su voz penetra por mi mente como termitas que devoran el placentero estado de sueño profundo en el que suelo encontrarme, comprendo el odio que se desarrolla hacia determinados humanos martilleantes y cansinos. Minutos después desaparece este estado de malestar completo y enfado planetario que se agolpa contra las paredes de mi estructura osea.
Me pierdo entre las vigas del techo y su forma particular de intercalar la actualidad con temas cotidianos e intrascendentes y ese humor ácido del que me declaro fan abierto y confeso. Me distraigo de los contenidos y me quedo prendido entre las vigas cuatro y cinco pensando por qué son tan detestables los lunes por la mañana. Supongo que debe tener algo que ver con la pereza iniciatica que me invade ante la rutina de comenzar cosas que intuyes como van a terminar, las cuales no esconden ni el mínimo reducto para la sorpresa o la improvisación. Lunes tras lunes, semana tras semana.
Claro está, como opina la viga cuatro, que ponerle interés a la vida es, en parte, obligación nuestra. La búsqueda de nuevos retos, incluso de aventuras, más o menos furtivas, es tarea que le compete al propio protagonista. No todo se debe dejar al capricho del destino ni de los guionistas. Tenemos la capacidad de alterar el curso de las cosas y, en el fondo, la obligación moral de hacerlo.
La viga cinco, más pragmática y mucho más pesimista, defiende que el Destino es una losa inalterable, una barca sobre la que fluimos en el río de la Vida sin poder controlar el curso ni la velocidad. Que todo nuestro sufrimiento se genera por la lucha titánica e infructuosa por intentar variar el rumbo y la suerte de los acontecimientos. Que somos presas de nuestro propio sino. Sobrecogedora la viga cinco con esa linealidad formal con la que se pierde en el infinito concreto de la enorme estancia.
Observo y escucho atentamente a ambas, paralelas entre sí y parte de la misma estructura que me cobija del primer lunes frío de este estúpido año, casi capicúa, bisiesto y de oscuros augurios mayas. La voz de Francino me acota, al margen de mi mente perdida en estas discusiones filosóficas entre elementos estructurales, el dato horario. La vida sigue ajena a la geometría emocional de mis vigas. De todas ellas, no solamente de la cuatro y de la cinco.
Mi cuerpo parece querer tomar parte en las reflexiones previas al discurrir de esta semana, inicio de la normalidad tras tanta fiesta y desmán culinario. Comparte criterios con ambas y también disiente de los mismos, casi por partes iguales. Tengan o no razón, la vida sigue. Sea al timón de nuestro bajel o flotando sobre la grave losa del Destino imperturbable, el río de la Vida continua rumbo al mar, como glosaba Jorge Manrique.
Decido recuperar la verticalidad y salir de debajo de mi edredón vestido de flores suecas de color granate. Abro el grifo de la ducha y me sumerjo. Cascada de agua caliente para despejar estas brumas invernales.
Cuando se dispara automaticamente la radio y su voz penetra por mi mente como termitas que devoran el placentero estado de sueño profundo en el que suelo encontrarme, comprendo el odio que se desarrolla hacia determinados humanos martilleantes y cansinos. Minutos después desaparece este estado de malestar completo y enfado planetario que se agolpa contra las paredes de mi estructura osea.
Me pierdo entre las vigas del techo y su forma particular de intercalar la actualidad con temas cotidianos e intrascendentes y ese humor ácido del que me declaro fan abierto y confeso. Me distraigo de los contenidos y me quedo prendido entre las vigas cuatro y cinco pensando por qué son tan detestables los lunes por la mañana. Supongo que debe tener algo que ver con la pereza iniciatica que me invade ante la rutina de comenzar cosas que intuyes como van a terminar, las cuales no esconden ni el mínimo reducto para la sorpresa o la improvisación. Lunes tras lunes, semana tras semana.
Claro está, como opina la viga cuatro, que ponerle interés a la vida es, en parte, obligación nuestra. La búsqueda de nuevos retos, incluso de aventuras, más o menos furtivas, es tarea que le compete al propio protagonista. No todo se debe dejar al capricho del destino ni de los guionistas. Tenemos la capacidad de alterar el curso de las cosas y, en el fondo, la obligación moral de hacerlo.
La viga cinco, más pragmática y mucho más pesimista, defiende que el Destino es una losa inalterable, una barca sobre la que fluimos en el río de la Vida sin poder controlar el curso ni la velocidad. Que todo nuestro sufrimiento se genera por la lucha titánica e infructuosa por intentar variar el rumbo y la suerte de los acontecimientos. Que somos presas de nuestro propio sino. Sobrecogedora la viga cinco con esa linealidad formal con la que se pierde en el infinito concreto de la enorme estancia.
Observo y escucho atentamente a ambas, paralelas entre sí y parte de la misma estructura que me cobija del primer lunes frío de este estúpido año, casi capicúa, bisiesto y de oscuros augurios mayas. La voz de Francino me acota, al margen de mi mente perdida en estas discusiones filosóficas entre elementos estructurales, el dato horario. La vida sigue ajena a la geometría emocional de mis vigas. De todas ellas, no solamente de la cuatro y de la cinco.
Mi cuerpo parece querer tomar parte en las reflexiones previas al discurrir de esta semana, inicio de la normalidad tras tanta fiesta y desmán culinario. Comparte criterios con ambas y también disiente de los mismos, casi por partes iguales. Tengan o no razón, la vida sigue. Sea al timón de nuestro bajel o flotando sobre la grave losa del Destino imperturbable, el río de la Vida continua rumbo al mar, como glosaba Jorge Manrique.
Decido recuperar la verticalidad y salir de debajo de mi edredón vestido de flores suecas de color granate. Abro el grifo de la ducha y me sumerjo. Cascada de agua caliente para despejar estas brumas invernales.
miércoles, 4 de enero de 2012
I can't con my vida!!!
Pasan los días y se adentra este fatídico 2012. Da miedo encender la radio y escuchar las noticias. Cualquier canal temático antes que un Telediario. Solo el sol contradice los malos augurios. ¿O acaso no es el sol en enero otro mal síntoma?¿Quién ha secuestrado al invierno tradicional?¿En qué momento comenzarán a deshacerse los casquetes polares y las playas terminarán estando en Honrubia?
Miro lentamente mi alrededor, como si mi cabeza se tratase de un faro marino. Movimientos constantes de barrido inalterable. Respiración profunda y quebrada como la de Darth Vader. Me empiezo a dar miedo a mi mismo por si mi cabeza, en un alarde de autosuficiencia decide dar un giro de 360 grados y cae botando por el suelo, con el consiguiente estropicio personal e higiénico.
La casa, eso sí soleada, está repleta de restos de las fiestas aún agonizantes. Regalos por repartir. Un árbol que mantiene su belleza y dignidad aún después de perder el factor sorpresa y la frescura de su relleno. Un belén que empieza a parecer más extremeño que mexicano por el color de su musgo. La corona de puerta que se resiente de los embites de la gente que entra y que sale en estas fiestas, con desigual cuidado y control etílico. Una nevera que parece el laboratorio de un psicópata. ¿Por qué almacenamos restos de patos diseccionados, confitados y envasados al vacío, con sus hígados destrozados y alternados con higos confitados?¿Cómo nos verán los patos? Qué horror. Y todos esos resultados de la experimentación culinaria con esos pobres cerdos ibéricos, que ni se imaginan su fin mientras disfrutan, cochinamente tranquilos, de su cuota diaria y pactada de bellotas. Por esto no veo a nadie delante de una carnicería gritando "No es arte ni cultura, es tortura"
Mientras muevo constante pero lenta mi cabeza, se me pasa por la misma qué hacer con 213 tupper de caldo de cocido navideño, el cual nos empeñamos en cocinar para toda la población censada de Belén, aunque vivamos solos. Y también me invade una de las preguntas que mueve el mundo por estas fechas. ¿Por qué insistimos, año tras año, en comprar 25 veces más pastas navideñas de las que una familia de seres humanos en su sano juicio y de nacionalidad española puede ingerir en 15 días? No tenemos acciones en la industria repostera de Estepa ni de Jijona. ¿Alguien lo comprende? Y no me vale lo de por las visitas. Si tienes visita, que suele estar programada, quitando algún tipo de subseres que se empeñan en reventarte todas las reposiciones moñas de sobremesa a traición, vas y compras un puñaito. No hace falta abastecerse como si siempre hubiera peligro de ataque nuclear todos los años del 20 de diciembre al 6 de enero.
Detengo mi cabeza con espanto ante un objeto indescriptible. Es una especie de bolsa de papel metalizado y dibujos grotescos y de mal gusto. Está semi abierta sobre el aparador. Me acerco mientras retazos de memoria empiezan a ubicarla en mi imaginario pasado. ¿Por qué nos traemos los restos del cotillón a casa? ¿Es un trofeo de guerra que recuerda un postrero y patético triunfo sexual del cual renegamos al recuperar los niveles normales del alcohol en sangre?¿O un por si acaso, seguro que me viene bien para alguna fiestecilla en casa?
Desplomo mi cuerpo sobre el sofá, mientras dudo unos segundos si enfrentarme a la cruel realidad de este enero aciago, o consumir lento y nostálgico los últimos estertores de estas extrañas navidades del 2011
Miro lentamente mi alrededor, como si mi cabeza se tratase de un faro marino. Movimientos constantes de barrido inalterable. Respiración profunda y quebrada como la de Darth Vader. Me empiezo a dar miedo a mi mismo por si mi cabeza, en un alarde de autosuficiencia decide dar un giro de 360 grados y cae botando por el suelo, con el consiguiente estropicio personal e higiénico.
La casa, eso sí soleada, está repleta de restos de las fiestas aún agonizantes. Regalos por repartir. Un árbol que mantiene su belleza y dignidad aún después de perder el factor sorpresa y la frescura de su relleno. Un belén que empieza a parecer más extremeño que mexicano por el color de su musgo. La corona de puerta que se resiente de los embites de la gente que entra y que sale en estas fiestas, con desigual cuidado y control etílico. Una nevera que parece el laboratorio de un psicópata. ¿Por qué almacenamos restos de patos diseccionados, confitados y envasados al vacío, con sus hígados destrozados y alternados con higos confitados?¿Cómo nos verán los patos? Qué horror. Y todos esos resultados de la experimentación culinaria con esos pobres cerdos ibéricos, que ni se imaginan su fin mientras disfrutan, cochinamente tranquilos, de su cuota diaria y pactada de bellotas. Por esto no veo a nadie delante de una carnicería gritando "No es arte ni cultura, es tortura"
Mientras muevo constante pero lenta mi cabeza, se me pasa por la misma qué hacer con 213 tupper de caldo de cocido navideño, el cual nos empeñamos en cocinar para toda la población censada de Belén, aunque vivamos solos. Y también me invade una de las preguntas que mueve el mundo por estas fechas. ¿Por qué insistimos, año tras año, en comprar 25 veces más pastas navideñas de las que una familia de seres humanos en su sano juicio y de nacionalidad española puede ingerir en 15 días? No tenemos acciones en la industria repostera de Estepa ni de Jijona. ¿Alguien lo comprende? Y no me vale lo de por las visitas. Si tienes visita, que suele estar programada, quitando algún tipo de subseres que se empeñan en reventarte todas las reposiciones moñas de sobremesa a traición, vas y compras un puñaito. No hace falta abastecerse como si siempre hubiera peligro de ataque nuclear todos los años del 20 de diciembre al 6 de enero.
Detengo mi cabeza con espanto ante un objeto indescriptible. Es una especie de bolsa de papel metalizado y dibujos grotescos y de mal gusto. Está semi abierta sobre el aparador. Me acerco mientras retazos de memoria empiezan a ubicarla en mi imaginario pasado. ¿Por qué nos traemos los restos del cotillón a casa? ¿Es un trofeo de guerra que recuerda un postrero y patético triunfo sexual del cual renegamos al recuperar los niveles normales del alcohol en sangre?¿O un por si acaso, seguro que me viene bien para alguna fiestecilla en casa?
Desplomo mi cuerpo sobre el sofá, mientras dudo unos segundos si enfrentarme a la cruel realidad de este enero aciago, o consumir lento y nostálgico los últimos estertores de estas extrañas navidades del 2011
martes, 3 de enero de 2012
Balance para un microcosmos en caos
Hoy, 3 de enero de 2012, no bajan las temperaturas y sí las defensas emocionales. Nos ataca de nuevo la nostalgia, la que abre los libros del debe y del haber de final de año para hacer recuento de presencias y ausencias, de propósitos cumplidos y eternos imposibles. Nos puede esa absurda de necesidad de hacer balance ante las últimas hojas del calendario.
A principios de aquel anciano ejercicio, que acaba de fallecer, puse negro sobre blanco en este blog mis propósitos para él. Y hoy, haciendo balance, digamos que no he salido muy bien parado, la verdad. De lo que me propuse creo que solo he aprendido a decir NO, y no me ha traído grandes alegrías, aunque sí más horas de sueño tranquilo, sintiéndome en paz con mi pretendida coherencia. Ni he viajado más, ni he mejorado mi inglés ni tantas otras cosas. Y en el que nos quedáramos como estábamos... pues tampoco nos hemos quedado muy así.
A veces la vida hace cierto ese refrán que dice: " El hombre propone, y Dios dispone" En este caso, el Destino, la Vida, los Dioses Griegos y Egipcios y los Guionistas se han dedicado a fondo en conseguir llevarme la contra. Aunque realmente creo que soy yo mismo el que se empeña en llevarme la contra.
Ahora que empieza un nuevo año, que encima pinta mal desde los tiempos de los Mayas, no tengo claro si formular propósitos, prorrogar los anteriores como si de unos presupuestos nacionales en crisis se tratase o, realmente, salir corriendo como las locas sin mirar atrás.
No es fácil asumir los propios fracasos, ni hay, a pesar de la tormenta, que buscar culpables en los elementos. El daño está hecho y es lo que hay. Ahora toca reordenar las alforjas y seguir el viaje. En ellas abunda, a menudo, equipaje surpefluo y prescindible, recuerdos que lastran e infinidad de historias inconclusas que almacenamos durante una vida y que e convierten en una espesa tela de araña que nos impide avanzar. Esto hace necesaria una limpieza a fondo, renunciar a lo que pudo haber sido y no fue y cerrar heridas y curar cicatrices que todavía supuran los días de lluvia.
El sol no deja de brillar, lo cual es de agradecer en esta extraña primavera navideña. Los rayos inundan la estancia en la que escribo como si de una terapia de animo se tratase. Rotundos, balsámicos, cicatrizantes...
Miro buscando su origen mas allá de los tejados cuajados de antenas y nostalgias y me reafirmo en mi creencia que el cielo no es una bóveda estanca si no una metáfora de liberta azul
A principios de aquel anciano ejercicio, que acaba de fallecer, puse negro sobre blanco en este blog mis propósitos para él. Y hoy, haciendo balance, digamos que no he salido muy bien parado, la verdad. De lo que me propuse creo que solo he aprendido a decir NO, y no me ha traído grandes alegrías, aunque sí más horas de sueño tranquilo, sintiéndome en paz con mi pretendida coherencia. Ni he viajado más, ni he mejorado mi inglés ni tantas otras cosas. Y en el que nos quedáramos como estábamos... pues tampoco nos hemos quedado muy así.
A veces la vida hace cierto ese refrán que dice: " El hombre propone, y Dios dispone" En este caso, el Destino, la Vida, los Dioses Griegos y Egipcios y los Guionistas se han dedicado a fondo en conseguir llevarme la contra. Aunque realmente creo que soy yo mismo el que se empeña en llevarme la contra.
Ahora que empieza un nuevo año, que encima pinta mal desde los tiempos de los Mayas, no tengo claro si formular propósitos, prorrogar los anteriores como si de unos presupuestos nacionales en crisis se tratase o, realmente, salir corriendo como las locas sin mirar atrás.
No es fácil asumir los propios fracasos, ni hay, a pesar de la tormenta, que buscar culpables en los elementos. El daño está hecho y es lo que hay. Ahora toca reordenar las alforjas y seguir el viaje. En ellas abunda, a menudo, equipaje surpefluo y prescindible, recuerdos que lastran e infinidad de historias inconclusas que almacenamos durante una vida y que e convierten en una espesa tela de araña que nos impide avanzar. Esto hace necesaria una limpieza a fondo, renunciar a lo que pudo haber sido y no fue y cerrar heridas y curar cicatrices que todavía supuran los días de lluvia.
El sol no deja de brillar, lo cual es de agradecer en esta extraña primavera navideña. Los rayos inundan la estancia en la que escribo como si de una terapia de animo se tratase. Rotundos, balsámicos, cicatrizantes...
Miro buscando su origen mas allá de los tejados cuajados de antenas y nostalgias y me reafirmo en mi creencia que el cielo no es una bóveda estanca si no una metáfora de liberta azul
sábado, 24 de diciembre de 2011
El niño y la estrella
La oscuridad invadía el mirador de cristal que sobresalía de la fachada como los faroles que alumbran tímidos la ciudad. En su interior, muebles muertos, un belén silente y un niño que apenas se le oía respirar. Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras, por debajo, en la calle, cada vez disminuía más y más el ritmo de la tarde. La gente iba regresando a sus casas con las manos llenas de bolsas, unas de regalos otras de viandas para una noche especial. La Nochebuena.
Es cierto que está era menos buena que otras noches anteriores para todo el mundo. La situación obligaba a llevar menos bolsas, de las unas y de las otras. Las calles no respiraban la alegría de otros años ni tintineaban tantas luces prendidas del cielo de altura intermedia,como si de un segundo piso estuviéramos hablando.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la soledad que quebraba la televisión del salón, tan oscuro como la noche, donde retumbaba la voz peculiar de Paco Martinez Soria en una película propia de estas fechas. En estos días los programadores se empeñan en hacer balances y traer recuerdos en blanco y negro para recordarnos que nada volverá a ser como antes. Solamente la luz parpadeante del gran árbol de Navidad ayudaba al televisor a disolver la negra soledad de la estancia.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la estancia, negra como esa sensación de soledad que le invadía por completo. Sabía que aquella noche no sería como ninguna de las que había conocido hasta entonces. Sabía que en la mesa sobrarían sitios que nunca más se volverían a llenar. Recordaba como había pasado otras noches similares colgado del cielo negro, en la oscuridad del pasillo de la casa materna, esperando la señal. Esa que le hiciera comprender que todo merecía la pena. esa luz que nos devuelve la ilusión y nos hace creer a pies juntillas en todo aquello que no soportaría los embates de la lógica y la física.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra su ausencia de sonrisa, como el fondo de sus pupilas color azabache. Fijas, estas, en un punto indeterminado del cielo, despejado y oscuro. Durante este año había perdido la ilusión. Habia descubierto la decepción y la traición. Habia lidiado por primera vez cara a cara con la muerte y había perdido la batalla. Más que nunca necesitaba esa señal en el cielo para seguir creyendo.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras seguía esperando descubrió que había dejado de ser un niño. descubrió en el reflejo de los cristales del mirador las primeras arrugas, sus canas, el vello que recubría su cara. Se había hecho mayor observando el cielo oscuro. Su cuerpo se estremeció por dentro y sintió frío. Sus brazos instintivamente se abrazaron como si pudieran protegerlo de la soledad recién descubierta. Entonces comprendió que nada ni nadie haría esa señal y bajo la mirada al suelo de cemento gris, como su ánimo.
Abrió los visillos, ya no miraba a la noche negra. cruzó el salón a oscuras mientras apagaba la televisión con el mando. Su silueta se convertía en tenues sombras intermitentes provocadas por las luces del árbol de Navidad. Se envolvió el cuello en una bufanda y se se puso su abrigo de terciopelo azul oscuro casi negro. Como la noche.
De repente, una luz intensa y desconocida invadió el mirador. Giró su cabeza entre atemorizado y sorprendido. Al correr los visillos todo estaba tal y como lo dejó. Oscuro. Muebles muertos, un belén silente y un niño que esta vez respiraba de una manera agitada y arrítmica. En su mirada descubrió que algo había cambiado en la noche oscura. Una nueva estrella, de brillo joven y fulgurante dominaba su campo de visión.
Miró al cristal y no vió ni arrugas ni pelo cano. Solamente reconoció sus ojos verdes oliva en el reflejo.
Y sin saber cómo ni cuándo, descubrió los colores de su nacimiento mexicano sobre el verde intenso del musgo natural. Sin saber cómo ni cuándo supo que esa estrella siempre le serviría de guía. Era la señal que siempre estuvo esperando. Comprendió que hasta entonces, año tras año, había estado a su lado iluminando su camino, ocupando esa silla vacía en la mesa de esta noche. Comprendió que debía seguir creyendo.
Salió del mirador con la cabeza alta y acomodandose la bufanda mientras buscaba las llaves y el teléfono móvil. Cerró la puerta con convicción y partió en busca del resto de su familia. Ya no faltaba nadie esa noche.
Es cierto que está era menos buena que otras noches anteriores para todo el mundo. La situación obligaba a llevar menos bolsas, de las unas y de las otras. Las calles no respiraban la alegría de otros años ni tintineaban tantas luces prendidas del cielo de altura intermedia,como si de un segundo piso estuviéramos hablando.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la soledad que quebraba la televisión del salón, tan oscuro como la noche, donde retumbaba la voz peculiar de Paco Martinez Soria en una película propia de estas fechas. En estos días los programadores se empeñan en hacer balances y traer recuerdos en blanco y negro para recordarnos que nada volverá a ser como antes. Solamente la luz parpadeante del gran árbol de Navidad ayudaba al televisor a disolver la negra soledad de la estancia.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la estancia, negra como esa sensación de soledad que le invadía por completo. Sabía que aquella noche no sería como ninguna de las que había conocido hasta entonces. Sabía que en la mesa sobrarían sitios que nunca más se volverían a llenar. Recordaba como había pasado otras noches similares colgado del cielo negro, en la oscuridad del pasillo de la casa materna, esperando la señal. Esa que le hiciera comprender que todo merecía la pena. esa luz que nos devuelve la ilusión y nos hace creer a pies juntillas en todo aquello que no soportaría los embates de la lógica y la física.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra su ausencia de sonrisa, como el fondo de sus pupilas color azabache. Fijas, estas, en un punto indeterminado del cielo, despejado y oscuro. Durante este año había perdido la ilusión. Habia descubierto la decepción y la traición. Habia lidiado por primera vez cara a cara con la muerte y había perdido la batalla. Más que nunca necesitaba esa señal en el cielo para seguir creyendo.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras seguía esperando descubrió que había dejado de ser un niño. descubrió en el reflejo de los cristales del mirador las primeras arrugas, sus canas, el vello que recubría su cara. Se había hecho mayor observando el cielo oscuro. Su cuerpo se estremeció por dentro y sintió frío. Sus brazos instintivamente se abrazaron como si pudieran protegerlo de la soledad recién descubierta. Entonces comprendió que nada ni nadie haría esa señal y bajo la mirada al suelo de cemento gris, como su ánimo.
Abrió los visillos, ya no miraba a la noche negra. cruzó el salón a oscuras mientras apagaba la televisión con el mando. Su silueta se convertía en tenues sombras intermitentes provocadas por las luces del árbol de Navidad. Se envolvió el cuello en una bufanda y se se puso su abrigo de terciopelo azul oscuro casi negro. Como la noche.
De repente, una luz intensa y desconocida invadió el mirador. Giró su cabeza entre atemorizado y sorprendido. Al correr los visillos todo estaba tal y como lo dejó. Oscuro. Muebles muertos, un belén silente y un niño que esta vez respiraba de una manera agitada y arrítmica. En su mirada descubrió que algo había cambiado en la noche oscura. Una nueva estrella, de brillo joven y fulgurante dominaba su campo de visión.
Miró al cristal y no vió ni arrugas ni pelo cano. Solamente reconoció sus ojos verdes oliva en el reflejo.
Y sin saber cómo ni cuándo, descubrió los colores de su nacimiento mexicano sobre el verde intenso del musgo natural. Sin saber cómo ni cuándo supo que esa estrella siempre le serviría de guía. Era la señal que siempre estuvo esperando. Comprendió que hasta entonces, año tras año, había estado a su lado iluminando su camino, ocupando esa silla vacía en la mesa de esta noche. Comprendió que debía seguir creyendo.
Salió del mirador con la cabeza alta y acomodandose la bufanda mientras buscaba las llaves y el teléfono móvil. Cerró la puerta con convicción y partió en busca del resto de su familia. Ya no faltaba nadie esa noche.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
El temido espíritu de la Navidad
Las luces tintinean, apresuradas en los escaparates. Sus hermanas pobres lo hacen en los balcones entre Santa Claus Made in China y absurdos molinetes de colores. El frío ha llegado tarde a su cita anual y hoy empieza el invierno. El olor a castañas y curros invade las calles céntricas de la ciudad, entre el ir y venir ajetreado de quien tiene que concluir imposibles listas de presentes.
Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.
Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.
Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.
Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble, pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.
Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.
Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.
Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.
Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad
Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.
Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.
Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.
Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble, pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.
Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.
Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.
Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.
Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad
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