sábado, 12 de febrero de 2011

Amor por obligación

Subo los escalones de dos en dos mientras me falta la respiración. Miro de una forma compulsiva las paredes, las puertas, los cristales, porque sé que huyo de algo y no quiero volver  mi mirada hacia atrás. Tras el portón grande de madera que da a la calle se esconde la amenaza. Aun así sigo sin sentirme seguro mientras, nervioso y con falta de tino, intento abrir la puerta de mi casa.

Un sudor frío me recorre la nuca y se apodera, poco a poco, de los poros de mi piel. El pulso ajetreado de mi bomba sanguínea descontrola mis actos y mi serenidad. Tiemblo en ausencia de control sobre mis actos. El miedo, o el pánico, se han apoderado de mi. No es una amenaza, es el verdadero motor del miedo atroz.

Todo comenzó hace unos días. En las radios, entre noticia y noticia, aparecían amenazantes mensajes que hacían presagiar lo peor. Estos salpicaban las páginas de los periódicos, se apoderaron de las pantallas de nuestros televisores. El pánico comenzaba a hacerse fuerte en mí.

Esta mañana no madrugué. No sonó mi despertador pues no tenía ninguna prisa a primera hora del día. Me despertó la caricia tibia del sol de la mañana. Al encender la radio, como todas las mañanas, la amenaza resurgió. 

Hice el firme propósito de obviarla durante, este, mi primer día de descanso desde hace bastante tiempo. Realicé mis rutinas matinales. Descifré mi acertijo diario frente a las perchas de mi vestidor y salí a la calle con destino a una reunión de trabajo que tenía fijada desde hace unos meses.

Mientras el taxi recorría en silencio el bullicio matinal de los sábados, yo iba preparando mentalmente mi reunión. Mi mirada atravesaba los cristales del vehículo sin reparar en ningún punto concreto, ni estático ni en movimiento. Al llegar al restaurante donde tendría lugar la cita me dí cuenta que había caído en la trampa mortal del día de hoy.  Hoy, 13 de febrero, Cena de los enamorados. 

De pronto, el pánico renace de nuevo en mí. La piel me empieza a picar sin motivo aparente. De nuevo ese sudor frío de las cosas que me repelen. Lo siento. No soporto este día ni las celebraciones cursis y moñas que conlleva. Mucho menos el afán consumista que genera la obligación de estar enamorado esta noche. ¿Y el resto del año no cuenta? ¿O ese amor tiene menos valor si no estamos rodeados de corazones rojos de purpurina, velas del chino de la esquina y cava barato?



Tras la reunión, todo a mi alrededor estaba inundado, ya, de estúpidos corazones de cartulina y cierto olor dulzón a capítulo final de culebrón venezolano. El centro comercial donde he ido a comprar, la panadería y sus absurdas tartas en forma de corazón, los escaparates de las floristerías, donde cuesta cuatro veces más regalar una flor hoy por obligación que dentro de 15 días por que realmente te apetece. Así todo el dañado entramado comercial, que pretende respirar algo con la ayuda de la más estúpida de las celebraciones. La celebración del amor por obligación.

Mientras callejeo por mi antiguo barrio, pienso en este tipo de festividades comerciales que, por obra y gracia de la publicidad y El Corte Inglés, pueblan nuestro calendario, forzándonos a consumir para demostrar sentimientos. ¿Acaso se miden estos por el precio de un perfume o por la cuenta de un restaurante?¿Te quieren más por el largo de un tallo de una rosa, que lo hace más cara y exclusiva pero no más bella ni romántica que una minúscula margarita que regalas un día porque sí?

Nunca he creído en las demostraciones públicas y forzosas de los sentimientos. No necesito del refrendo público para que estos corran por mis venas con la misma fuerza que pretenden los creativos que lo hagan por el interior de los veinte segundos que dura el anuncio de los bombones de Lindt para el día de San Valentín. Creo abiertamente en demostrar que se quiere en cada gesto, en cada mirada, cada amanecer y mientras los parpados te vencen en la noche mientras recibes las caricias del ser amado.

Se abren las puertas de Mercadona y me adentro creyéndome a salvo del bombardeo pastelero del día. Craso error. Al pasar entre los murales de la carne empaquetada, suena "Hoy es el día de los enamorados..." y, tras este estribillo que forma parte del imaginario nacional y casposo, la voz de la señorita Puri de turno que nos recuerda la posibilidad de adquirir lotes de perfumería, bombones u otra vez esas absurdas tartas con forma de corazón.¡¡ Coño, que maten al panadero!! Sí, por hortera y cursi. Una tarta en forma de corazón con merengue rosa y foundant de chocolate. Tiene hasta cierta pinta pornográfica, casi de burdel de carretera. Por eso debe tener tanto éxito entre el público masculino de determinada generación. Y es que somos animales de costumbres.

Este bombardeo de cultura consumista, moña y de dudoso buen gusto convierte el aire casi en irrespirable en este laberinto de góndolas expositivas, conservas de marca blanca, murales de frío y pilas de botes de refresco. Quiero correr hacia terreno seguro, hacía algún sitio donde no cuelguen del techo con hilo de pescar esos espantosos corazones de cartulina rojo valentino. Pago lo más rápido que puedo. Como siempre, las bolsas de supermercado se me resisten para poder meter mis compras. Es una de mis abundantes deficiencias. No estoy programado genéticamente para conseguir abrir esas malditas bolsas de plástico blanco a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera.....

Ahora aquí me encuentro, cerrando el pestillo de mi casa, respirando entrecortado con mi espalda derrumbada sobre la puerta e intentando borrar de mi mente esta jornada de visiones infernales. 

Y es que todo este efecto abrasador y destructivo se acrecienta de modo exponencial cuando careces de pareja, de amor correspondido o, por lo menos, de relación estable para el público e inestable para el corazón. Ninguno tenemos la necesidad de que nos lo recuerden de forma machacona durante semanas. Somos conscientes de nuestro contrato de arrendamiento con la soltería, o aún peor, en algunos casos con la soledad. 

No hay ningún derecho a esta lapidación sentimental en público de aquellos que no tienen a quien comprarle la estúpida tarta de burdel o la rosa de tallo infinito y carísimo. Un poquito de consideración con los parados del corazón, que nosotros carecemos de subsidio y prestación social.




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