domingo, 6 de febrero de 2011

Dos trenes y un destino

Siempre me ha gustado observar las escaleras mecánicas mientras las uso. Nacen, te montas y desaparecen para volver a renacer de una manera cíclica e infinita.

Mientras miro su continuo devenir voy adentrándome en la estación de Luceros. Me dirijo a Dénia con mi bolsa de viaje, algún libro, mi tarjetita y mi Ipod cargado de un sinfín de música. La aventura de recorrer la costa, en este tren con vocación de metro de capital de provincias, es cuanto menos temeraria. Me esperan más de tres horas de estaciones, transbordos, esperas en cruces y paisajes. Paciencia y buena compañía llevo de sobra.

Sábado por la tarde y el fin de semana por delante. Todo para nosotros dos, solos nosotros dos.

Parecemos dos desconocidos. Apenas nos miramos mientras elegimos donde sentarnos en el vagón continuo de este tren. Yo siempre con los cascos puestos y sumergido en mis canciones. Él siempre observando todo lo que sucede a su alrededor, satisfaciendo su necesidad de tenerlo todo controlado, sin espacio para la sorpresa. Las detesta. Desde bien pequeño se le queda cara de pez ante cualquier situación que aparezca de repente y le haga perder el control de su mundo próximo.


Nuestras miradas se cruzan en escasas ocasiones a lo largo del trayecto. Yo me pierdo en mi nefasta decisión de darle a la opción de Aleatorio en mi selección musical. Los dioses, tanto los de un lado del Mediterráneo y los del otro, se han ensañado enlazando, una con otra, canciones que llevan cosidas en sus estrofas retales de mis derrotas, fotos descoloridas de los buenos momentos... Un baño de melancolía para una mente que se pierde con mi mirada en los reflejos dorados del atardecer sobre las agujas de hormigón y cristal de Benidorm.

Mientras, él, controla el equipaje, la subida y bajada de pasajeros, el tiempo que se tarda en cada estación, las rutinas del revisor y el tiempo estimado del recorrido entre cada etapa del viaje. Nada debe quedar al azar. Podría haberme dado cuenta antes de pulsar aceptar en Aleatorio.

Transbordo hacia Dénia en una caduca estación a la sombra de los rascacielos de segunda división. Otro tren, otro paisaje. Viajamos en paralelo nosotros dos, el mismo destino, el mismo vagón, tan lejos el uno del otro. Naranjos, pinadas, otras calas, tan lejos de la yerma costa del primer tramo. Dos viajes, dos paisajes, dos miradas, un destino.

Tras recorrer las calles del casco antiguo, siguiendo la senda de la vieja muralla, llegamos al hotel. Un viejo caserón con varios siglos de historia y una más que cuidada rehabilitación. Destila buen gusto por sus muros de piedra, entre los árboles de dulce aroma del privado vergel que es su exclusivo jardín. Diseño y un punto justo de locura, no reñida con su sabor a pueblo. Por primera vez en todo el viaje, sonreímos a la vez. No son necesarias las palabras para saber que compartimos la misma sensación de paz.

Un baño relajante sin prisas. Un descubrir juntos, uno a uno, los detalles minuciosos que esconde la habitación. Más allá de la ventana se encuentra un convento de clausura que contagia el aire de sencillez y sosiego.  Dentro de la estancia, cada vez menos distancia, menos abismo entre los dos sin la necesidad de intercambiar deseos y reproches. Un espacio para la tranquilidad.

Una cena honesta en un espacio acogedor y bien atendido. nuestras manos dibujan abstracciones sobre el mantel con las migas del pan. Yo hago balance, él mira su Blackberry. En el espacio público, distancia infinita en una mesa para dos.

En la habitación la estancia se hace inmensa, el aire se torna denso y busco refugio en la programación. Cayetana Guillén Cuervo presenta Teresa, de Ray Loriga. Una historia de una monja para una retiro interior y personal. La búsqueda de uno mismo mientras recorro con mi mirada los versos y la perfecta lección de historia del arte que supone esta película.

Y despacio, pero con paso firme, como la voluntad de Teresa de Ahumada, me entremezclo con mi igual. Se disuelven nuestras fronteras para fundirse en uno solo, la distancia se vuelve recuerdo, una broma irónica. Por primera vez en todo el viaje, dejamos de ser dos para ser uno a la vez. Y descubro la belleza sosegada de la paz interior a los dos lados de la pantalla mientras mis ojos deciden dar por concluida la jornada. Una jornada, dos trenes, dos miradas, una paz.

Despierto, mientras seguimos siendo uno, por la caricia suave del sol de Febrero. Me revuelvo en un mar de sabanas blancas, cojines y tranquilidad. Me siento cómodo sin la dualidad tensa de ayer. Me siento bien siendo yo mismo por primera vez. Me siento pleno.

Devoramos a la par el desayuno,con la alegría que da la comida sin artificios, sin farsas. Un paseo, bajo un sol con aroma a mar y primavera adelantada, entre las callejuelas serenas del casco antiguo.Hacemos fotos, disfrutamos de la música, de la esencia de una mañana de domingo cualquiera. Callejeamos al mismo ritmo, al mismo paso descubrimos los llamadores de las viejas puertas, las huellas del tiempo que cuentan historias similares a la mía en las paredes pintadas una y mil veces. Me sigo sintiendo bien.

Recogemos el equipaje. Desandamos la senda de la muralla hacia la estación sin distancia aparente entre nosotros. Ni física ni anímica. Subimos al tren, y conecto mi Ipod mientras él deja la bolsa en la balda superior del vagón. Me siento fuerte al volver a elegir Aleatorio en la selección de canciones. Y es que por primera vez he descubierto que somos uno. Llegamos dos. Mi yo público y mi yo privado. Por primera vez soy sólo yo. Un viaje, 2 trenes y solo yo.

Me alegro de haber venido conmigo mismo. Necesitaba descubrir que, en determinados momentos, soy mi mejor compañía.

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