domingo, 20 de febrero de 2011

Desayuno dominical

Un día más me despierta el sol de invierno, que carece de insolencia. Es discreto, casi tímido, y dulce en su caricia. Atraviesa los visillos del patio como la espuma que flota en las olas cuando mueren en la arena las tardes de verano. Con suavidad.

Siempre son lentos mis movimientos en las mañanas de los domingos. Una acción normal de lunes a viernes puede eternizarse en días como hoy. Me gusta recuperar la conciencia lentamente y mientras doy vueltas, con los ojos cerrados, bajo el edredón. Suelo escuchar la radio con cierta dejadez. Mi interés va y viene dependiendo  de la atracción que puedan ejercer los temas tratados en mí.

Mientras describo esta situación descubro que soy, o por lo menos me estoy convirtiendo en, un hombre de costumbres. Me encanta escuchar la radio por las mañanas al despertar, y por las noches para dormirme. Esto último lo compagino con la lectura. Los sábados, mercado, y haciendo la ruta en el mismo orden. Nunca desayuno recién levantado. Salgo siempre por el mismo lado de la cama y me visto con el ritual absurdo de todos los días, después de las labores de aseo personal organizadas de un modo singular en mi rutina cotidiana. Al salir de casa, conecto mi Ipod en el mismo espacio físico, y me dirijo a la oficina por el mismo recorrido, el cual me empeño en variar, en alguna ocasión, para no terminar pensando que vivo en el día de la marmota.

Una vez fuera de la cama, y recuperada la verticalidad, enciendo el ordenador, salgo al mirador del salón para disfrutar de nuevo de la caricia del sol. Descubro a mi vecina de enfrente, mujer de escrupulosa rutina también, fumando su cigarrito en el balcón de su cocina con su increíble batín pistacho y su pijama de mangas fucsia. Impensable el atuendo y la cocina con balcón en la fachada. Es que cualquiera puede ser arquitecto y dedicarse a estas cositas. Solo es necesario paciencia, años y alguien que te mantenga.

Me acerco a mi nevera para extraer una Coca Cola light y el jamón de York. Forma parte de mis manías el tema de este último. Desde pequeño lo compro en el mismo puesto del Mercado Central. Antes lo hacía mi madre, ahora lo hago yo. Siempre la misma cantidad. Mitad de cuarto. Cortado muy fino, que se rompa. Prácticamente transparente. Se debe consumir en las 24 horas posteriores a ser cortado, antes que se haga duro y más oscuro por las puntas. Con pan caliente y aceite de oliva. A veces con rodajas de tomate fresco recién cortado.



Mientras tuesto el pan pienso que todas estas pequeñas cosas definen nuestro día a día. Muestran como somos realmente en la distancia corta. Cuales son nuestros miedos y nuestras facultades. Nuestros deseos y nuestras costumbres más intimas. Abro cuidadosamente el paquete del jamón, meticulosamente plegado por el charcutero. Con el mismo gesto de siempre, vierto el aceite sobre el pan crujiente y humeante. Lo cubro con la otra mitad y lo presiono con la palma de la mano. El silencio se quiebra en un crujir amable que despierta mis papilas gustativas. Vuelvo a separar las dos mitades para poner en su interior los trozos de jamón amontonados y generosos. Quebrados y rellenos de intenso sabor.

Frente al ordenador, mientras consulto el correo y navego por el caralibro doy cumplida cuenta del bocadillo y de mi refresco. Sé, sin duda, que no es un desayuno convencional, según otros usos establecidos. Pero es el mio, el que yo disfruto. Es mi costumbre cotidiana de los domingos donde a mí me gusta regresar siempre que puedo. Ese momento donde yo soy yo mismo. Con mi crujir de pan y mis montones diminutos de jamón de York casi transparente

No quiere decir que no disfrute de ver amanecer con un zumo de naranja y pumpkin pie en una cafetería de Tribeca. O de unas tortitas con huevos revueltos en el Vips de Serrano en Madrid. Ni de saborear mientras ando, con él entre las manos, un humeante Late Tall con canela y mucha azúcar de Starbucks por Londres. Pero cuando pienso en mi sabor interior, el que sabe a jornada de domingo recién estrenada en casa, viene a mi mente el sabor de ese primer bocado, su sonido y su textura.

La verdad es que en nuestra absoluta complejidad realmente somos tremendamente simples.

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