martes, 1 de febrero de 2011

La nostalgia de los minutitos de gloria inexistentes

Dicen que el invierno y las noches frías son propicias para afianzar parejas, al igual que la Nochevieja para formarlas.Tan cierto como que las Fiestas populares las destruyen, como también pasa con las alegres noches veraniegas.

Llevo días rebanándome los sesos con una cuestión totalmente banal pero que me está amargando la existencia. Cayó en mis manos, de una forma casual, un bono para un fin de semana en hotel con encanto. La panacea para cualquier pareja de tortolitos. El regalo ideal para compartir con la persona amada. La peor pesadilla para alguien que no la tiene, o acaba de terminar con lo más parecido a una que ha tenido en el último lustro.

Y es que no te das cuenta de lo duras que son algunas decisiones hasta que cae en tus manos un cartoncillo de estos que parece decir "Vale por unos minutitos de gloria, podrás parar el tiempo" y que agria llega a saber la gloria compartida con uno mismo, en soledad, y que largo es el tiempo congelado cuando se está solo, mirando por la ventana, con la cabeza apoyada en el quicio en vez de en un hombro.

De repente, he descubierto en mi tan valorada independencia una grieta de añoranza, de desprecio a esta autoimpuesta soledad. Durante un tiempo he huido del compromiso de formar algo que sea más sólido que una relación efímera como la llama de un fósforo.Siempre he apostado por la opción más difícil, la apuesta más arriesgada. Aquella que tenía nulas posibilidades de florecer, de prosperar en el espacio y en el tiempo. Siempre he elegido el peor momento y la más compleja ubicación geográfica.

Como si de un experimento de química avanzada se tratara, me he empeñado desde hace muchos años en demostrar, con escaso o nulo éxito, que la distancia no es una variable que afecte a las relaciones de pareja. Quizás era una forma de no comprometerme de una manera muy axfisiante a compartir mi proyecto vital con alguien. Quizás no es nada más que otra manera de huir de la posibilidad de desastre diario y de los estragos del  dolor posterior.


Pero no deja de ser una condena a priori al fracaso casi seguro. No hay nada más complicado que construir algo inmaterial con 500 kilómetros de por medio. Sin el roce diario, sin la confianza ciega, sin la fuerza que da compartir las cosas, las buenas y las malas. Es una misión imposible edificar la casa común sobre las endebles plumas de los recuerdos, de los residuos de breves encuentros que nos empeñamos en estirar como el chicle en los dilatados espacios de tiempo de ausencia mutua.

Y si la distancia no era suficiente, me encanta apostar por los proyectos complicados. Debo haber sido en otra vida, en la coetánea con los dioses griegos y egipcios, redentor de causas perdidas o pescador de almas. Vamos, que tengo yo perfil de personaje bíblico de superproducción de Hollywood de los 50. Soy como un Espartaco de los que no tienen nada claro en la vida, un Ben-Hur de los que les encanta entrar en barrena en los infiernos, arrasando con todo y a todo aquel que se cruce en su camino o se empeñe en salvarlo, sin que medie petición previa.

¿Pinta bien, verdad? Y si a este combinado le añades un poco de mi dosis de Géminis puro, pues obtienes una bomba de relojería. Soy voluble, me canso pronto de la monotonía, creativo, con una doble personalidad, una pública y una privada, perfectamente delimitadas y diferenciadas, etc.

Con lo cual, aquí me hallo, golpeando mi cabeza contra mi escritorio de Ikea, mientras intento descifrar cual es la solución correcta a mi situación y con quien compartir este maravilloso fin de semana en un hotelito con encanto.¿Quizás deberé descubrir que no tiene nada de malo el encanto de disfrutarlo conmigo mismo?

Hay algo que me dice que esta no es la respuesta correcta. Hay algo que me dice que no es la respuesta, que en mi interior algo que se debe parecer a un corazón, en el fondo espera.

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