lunes, 21 de febrero de 2011

La maldición de los círculos concéntricos

Nunca dejará de sorprender la capacidad que tienen las sociedades de las pequeñas capitales de provincias para generar relaciones sociales casi endogámicas e interrelaciones entre grupos aparentemente inconexos. En este tipo de colectivos humanos no demasiado numerosos y casi coincidentes en cuanto a la adscripción a una misma secuencia generacional se mezclan las relaciones familiares, de amistad y de enemistad con una precisión cartesiana a la par que totalmente aleatoria.

En los últimos días han coincidido en mi vida varios acontecimientos que reafirman esta realidad. De repente, en un grupo heterogéneo donde, en teoría, nada más que la relación conmigo los unía, surgen extraños y peligrosos nexos de unión. Las dos caras de una relación conflictiva se pueden ver defendidas con igual vehemencia. La tensión puede embargar a todos aquellos que asisten al duelo como meros espectadores, con más o menos implicación con alguno de los duelistas. Y esta convertirse en un gran estallido de carcajadas, a mitad de camino entre los nervios y la maldad.

Una vez que esas personas retornan a sus vidas cotidianas se genera, sin poder evitarlo, un fenómeno que pasaremos a llamar La maldición de los círculos concéntricos. Cada emisor puede generar un circulo de influencia o difusión de un acontecimiento que se propaga en forma de ondas que se expanden de modo progresivo, al igual que cuando una gota de agua cae sobre una masa estable de dicho líquido. Claro las ondas de cada emisor pueden ser tangentes en algún punto con las de otro emisor diferente. Y en ese punto de encuentro, ajeno al momento donde se generó la tensión, se genera otro microcataclismo al entrar en conflicto las dos caras del suceso en la misma persona.



Sé que así, a bote pronto, esto parece más una retorcida teoría científica que una constatación proveniente de la experiencia. Una verdad nacida de una actitud empírica.

Pero la vida es así. Por obra y gracia de nuestros guionistas. Como no, y como divertimento de los dioses griegos y egipcios, que para matar las tardes en la eternidad dejan caer diminutas gotas de néctar divino del Destino.  Actúan pulverizándolas sobre una pequeña población de humanos mortales, asentada en una provincia remota y soleada, que creen ser el ombligo del mundo y habitantes del eje del centro del mundo conocido. Ese efecto que generan las partículas de la misma gota, y que sin duda afectan a la percepción de las diversas caras de un mismo suceso, efecto de la caída de esa gota divina sobre este territorio inhóspito.

Dichas partículas generan infinidad de círculos concéntricos que chocaran, unos con otros, convirtiendo lo que sería un espejo líquido de aparente tranquilidad en una superficie encrespada y tormentosa de consecuencias difícilmente predecibles.

Cierto es que, como en toda situación en esta vida por compleja y definitiva que parezca, después de la tempestad llega la calma. Y que lo que hace dos segundos podía parecer el fin del mundo o el comienzo de la 3ª Guerra Mundial, con el paso de un breve espacio de tiempo no deja de ser nada más que una anécdota curiosa. Un sucedido que contar entre amigos y risas.

El peligro de esta última opción es que sin darnos cuenta podemos desatar, de nuevo, la maldición de los círculos concéntricos.

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