domingo, 27 de febrero de 2011

El discreto encanto del arroz de leña en compañía.

Despierto con mi ritmo personal aún inquieto tras esta semana de locos. Hago mis deberes acumulados y os pongo al día. Dos cucharadas de distinto paladar para equilibrar la dosis y permitir aproximarse más a la verdadera realidad de lo que corre por mis venas. Ducha y salgo corriendo con un sombrero nuevo.

Echaba de menos el Mercado. Me da paz. Soy yo mismo, público y privado. Mis dos yo, una sola bolsa, mandarinas, tomates raff y Jamón cocido cortado muy fino, que se rompa, mitad de cuarto, por favor. Pan de aceite, media de magdalenas. Tengo los quince sueltos. No me des bolsa. Gracias y que tengas buen fin de semana. 

Paso por una vinoteca gourmet, lo que antes se llamaba una bodega, pero con muebles de diseño, iluminación especial y datáfono. Compro unos vinos para agradar el paladar y vuelvo a casa rápido. Es sábado y el reloj sigue agobiándome un día más.

El sol existe, o por lo menos yo lo he descubierto hoy. Estos días no tenía espacio en mi memoria virtual para ser consciente que el mundo seguía rodando a su misma velocidad. Que el cielo nos regalaba una caricia azul que permitía ser infiel por unos días a nuestro abrigo favorito. Me pierdo tantas cosas mientras fijo mi mirada en la linea de meta. A veces pienso si no será mejor disfrutar sólo del viaje y no pensar en el destino.

Subo a un taxi. Le describo minuciosamente el camino de una dirección que no recuerdo pero que conozco desde hace siglos. Me derrumbo por unos minutos, dentro de mi americana, en el asiento de atrás. Observo el mundo desde la ventanilla. La vida sigue ajena a mí mientras me desplazo a través de ella. Todo es relativo. Por primera vez en muchos días estoy parado mientras todo se mueve sin que yo tenga nada que ver.




Llego el último. Por lo menos eso creo. El sol de invierno lo baña todo. Huele el aire a sonrisa. Los niños corren por el espacio infinito entre la puerta y el grupo de gente con el que había quedado para comer. Una buena excusa para parar nuestro eterno rodar, juntarnos una vez más y dejar que choquen, sin ningún tipo de preocupación, los círculos concéntricos que provocan nuestros actos y palabras.

Algo de picar, bebida fría y perfecta compañía para esperar el arroz que se intuye en la brisa. Nuevas incorporaciones a una convocatoria de hospitalidad abierta a cualquier contingencia, perros incluidos.

Da gusto cuando te bajas de tu loca carrera y te sientas al sol, alrededor de una mesa con viejos y nuevos amigos a disfrutar de una buena comida, risas, complicidad e inteligencia trenzadas con la generosidad de quien no pretende nada más que arrancar sonrisas mientras acaricia a sus retoños y a los ajenos.

El día, generoso también, invita al ocaso a nuestra tertulia sobre tintes de peluquería, matrimonios de avanzada edad en prácticas, custodias sustraídas y collares de bolitas de plata. Las madres amplifican su capacidad de encontrarse en varios estados a la vez para proteger a los más pequeños, mientras estos descubren los peligros de jugar con las reglas de los más mayores. La risa y la noche nos lleva a la chimenea. Más comida sale de las manos mágicas de Silvia, que domina a la perfección el milagro de los peces y los panes, mientras destripamos los entresijos del mundo en el que vivimos. Hay tiempo y cintura para estos cambios de ritmo. Que a gusto te sientes cuando puedes cambiar el registro de la risa al análisis serio en un mismo grupo sin que te miren como un abducido.

Las brasas agonizan, al igual que el día. Abrazos, besos de despedida y niños derrotados tras un jornada épica. Caminamos por la penumbra en grupo hacia el regreso. El aire azul oscuro casi negro destila ese discreto encanto de un arroz en buena compañía.

Vuelven a girar nuestros mundos, que hoy tienen en común la sonrisa de una nueva complicidad con sabor arroz con garbanzos y tarta de queso y moras. Con la galleta gorda, para mi Marta

No hay comentarios:

Publicar un comentario