miércoles, 13 de octubre de 2010

El papel dorado de la mantequilla

El transcurso de los años, las experiencias, buenas o malas, la vida en sí genera, en todos nosotros, una especie de corteza, trenzada a base de cicatrices, que complica cada vez más que el extraño pueda conocer nuestro verdadero interior. Viene a ser como el papel dorado de la mantequilla, que impide que cuando su contenido se reblandece, por el calor u otro tipo de ataque externo, se vierta sin consuelo ni control.

Y digo como la mantequilla porque luego están las margarinas y sucedáneos, que ni sufren ni padecen ni pueden tener sentimientos, ya que carecen de la verdadera alma y la esencia del producto auténtico. Aparte de parecer ser lo que no son, vienen en unos estúpidos recipientes de plástico que sólo sirven para contaminar, ser apilados en el lineal del Carrefour, molestar poco en el duro trance de la nevera de la vida y ser manejable durante el desayuno, en un mundo de sentimientos de usar y tirar.

Las mantequillas de verdad, envueltas meticulosamente en su papel dorado, nacen para disfrutar de su vida en una mantequillera de porcelana inglesa o de vidrio checo. Ser tratadas con delicadeza con un cubierto especial para estos menesteres, y no con un cuchillo de sierra de los que salen en los paquetes de magdalenas del súper. Formar parte de delicadas recetas que nos endulzan la vida o acompañar a exquisitas viandas, en perfecto matrimonio, como al caviar iraní o el salmón noruego. Y no como el Tulipán, que su máxima aspiración es engrasar un bocata de chopped en un patio de colegio.


Pero una verdadera mantequilla, por muy buena que sea, no es perceptible, por el extraño, detrás de su papel dorado. Como mucho el envoltorio puede despertar el interés, la curiosidad incluso, en extrañas ocasiones, el deseo. Pero es aquella, y su esencia, las que son capaces de emocionar a nuestros sentidos, emborrachar nuestro paladar, hacernos volar entre los pliegues de la memoria hasta un croissant de la infancia. Son culpables de despertar nuestra sonrisa, nuestra necesidad de hacerlas formar parte de nuestra dieta y desear experimentar momentos únicos, vividos en la intimidad de la relación entre uno y su mantequilla.

El éxito de las relaciones humanas tienen mucho que ver con la capacidad que tengamos para deshacernos, en la distancia corta, de nuestro papel dorado o de saber desenvolver al contrario del suyo con sutileza y mucho respeto. Esa corteza de cicatrices que desarrollamos durante nuestro viaje vital y que nos protege del peligro exterior, casi siempre formada por las heridas de experiencias vividas anteriormente, es, a veces, el peor de nuestros aliados. Cierto es, que con los años, la pátina dorada de nuestras cicatrices y nuestras canas nos confiere cierto aire de respetabilidad y nos hace un poco más inaccesibles. Creemos que, con todo ello, somos menos vulnerables, más inteligentes y deseables.

Pero nunca le hemos pedido a la mantequilla que fuera inteligente ni poco vulnerable. Le pedimos que sea dúctil, cremosa, un poco salada y que siempre deje un buen sabor de boca. Y sobre todo, que sea verdad. Que una vez que quitamos el envoltorio sea mantequilla, nada más que auténtica mantequilla. Inteligente podría ser una margarina que se hiciera pasar por mantequilla..,  pero en el último momento, en ese momento casi de comunión en el paladar, lo que queremos es que sea verdad, que no nos mientan siendo inteligentes. Queremos que se funda, despertando los más recónditos rincones de nuestros sentidos, para desear volver a sentir la necesidad de que sea nuestra una y otra vez.

Si realmente, en muchas ocasiones, nos dejásemos mostrar sin nuestras heridas inacabadas de cicatrizar, sin prejuicios y sin la necesidad de brillar más que el traje nuevo del emperador, conseguiríamos fluir de un modo honesto y veraz, mostrando, ante el calor de la relación humana, nuestras mejores virtudes y actitudes. Cuanto facilitaría las cosas si supiéramos desprendernos de nuestro dorado envoltorio para ser nosotros mismos.

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